La Tierra ya no es el hogar que solía ser. Lo que alguna vez fue un planeta vibrante, lleno de vida, ahora yace al borde de la muerte, asfixiado por los errores de una humanidad que durante siglos se negó a escuchar las advertencias. La atmósfera, antes suave y protectora, se ha convertido en una capa agrietada, una membrana rota que ya no puede contener el calor abrasador del sol. La radiación atraviesa la atmósfera debilitada, haciendo que el aire queme la piel y los pulmones. Las tormentas eléctricas, gigantescas y destructivas, barren el paisaje sin tregua, destruyendo lo poco que queda de civilización. Los vientos, que alguna vez trajeron la frescura de la primavera, ahora arrastran consigo polvo, desechos, y la constante amenaza de muerte.
Los océanos, que durante milenios fueron cuna de vida, han dejado de ser benevolentes. En lugar de playas y arrecifes resplandecientes, las costas están sumergidas bajo olas implacables que han devorado ciudades enteras. Las aguas, contaminadas por siglos de negligencia, no sostienen ya la vida que alguna vez pululó en sus profundidades. Las selvas, los pulmones verdes del planeta, se han marchitado hasta convertirse en desiertos de cenizas. Los bosques milenarios, que alguna vez fueron refugio de especies inimaginables, arden perpetuamente, convertidos en brasas de un pasado que ya no existe.
Las ciudades, antaño faros de progreso y esperanza, ahora se alzan como espectros silenciosos. Sus calles, antes llenas de vida y actividad, están desiertas; sus edificios, símbolos de la civilización humana, son ahora esqueletos huecos, ruinas que susurran historias de tiempos mejores. El aire es denso, cargado no solo de polvo y humo, sino también de recuerdos, de nostalgia por un tiempo en que el futuro aún parecía prometedor. Es un aire que pesa, que asfixia lentamente, recordando a los pocos que quedan que lo que se perdió no se recuperará.
Las guerras por los últimos recursos, batallas desesperadas por agua, tierra fértil y energía, han dejado cicatrices imborrables, tanto en el paisaje como en la humanidad misma. Las cicatrices físicas son visibles: tierras yermas, estructuras colapsadas, cuerpos olvidados. Pero las cicatrices morales son aún más profundas. La humanidad ha olvidado cómo ser humana. La compasión, la cooperación, el sentido de comunidad fueron sacrificados en aras de la supervivencia. Los gobiernos cayeron, los sistemas se rompieron, y lo que queda es una sociedad fragmentada, luchando por sobrevivir en medio del caos.
La Tierra es ahora una sombra moribunda de su antiguo esplendor, un planeta en declive, demasiado dañado para ser salvado. La única opción es huir. Y aunque la esperanza ha sido devastada junto con los paisajes y las sociedades, el deseo de sobrevivir es más fuerte que nunca. A pesar de la destrucción, la humanidad no ha renunciado a su capacidad de soñar, de imaginar un futuro diferente. Cuando todo parece perdido, la mirada se vuelve hacia las estrellas, hacia lo desconocido.
En el horizonte de un sistema solar vecino, una nueva promesa brilla tenuemente. Un planeta aún sin nombre, aún sin explorar, pero lleno de posibilidades. Los científicos lo han llamado "Horizonte", un lugar donde la vida podría comenzar de nuevo. Un mundo donde la humanidad tiene la oportunidad de corregir los errores que llevaron a la destrucción de la Tierra. La posibilidad de una segunda oportunidad. Un hogar, si es que el destino les favorece esta vez.
La Aurora, la última nave que salió de una Tierra exhausta, parte cargada con los mejores esfuerzos de la humanidad. A bordo viajan los últimos vestigios de lo que una vez fue la especie dominante del planeta azul. Los avances más sofisticados en ciencia y tecnología están condensados en esta nave, junto con los sueños y la esperanza de aquellos que aún creen en un mañana.