A veinticuatro kilómetros de Soria capital. Veintiséis habitantes, porque uno no contaba. Un pueblo. Donde hasta las tres de la madrugada no se retiraron las fuerzas y cuerpos de seguridad. Algunos a la vuelta de la esquina, otros en la misma iglesia. No tuvieron cojones en la capital para recontar los votos. Con un hijo haciéndole de oposición al padre, el alcalde y empresario del lugar: Atanasio. Y Elías Lafuente, de vuelta de prisión por haber matado a su hermana. Otro cabrero de ese pueblo que no sonaba bien.
Amaban y odiaban como animales. Donde no había vasos de cartón, sí escupideras y un pilón, además de un frontón municipal, la pista de pádel tras la iglesia, y una portería de fútbol de madera. Casas rurales y vecindades. Problemas de próstata. Habiendo personas que disparaban mejor que las ametralladoras (sargentos que no tenían fe, y sí mucho que echarse en cara).
Robos, accidentes varios, ciclistas de un día, moteros que pasaban solo por joder, un local llamado Fantasía en la comarca, y cifras derivadas de las palas de los molinos eólicos, no tanto del ganado y los huertos, en absoluto de laboratorio. También había un cura de cuando los sellos de peseta, adaptado y casi que foráneo por naturaleza. Y diferentes proyectos rurales, resultado de gentes que se buscaban su trabajo con el dinero de los demás.
En la ausencia era donde estaba la mayor parte del ruido. De la conducta de cada uno dependía el futuro de todos, incluida esa niña que había perdido a su madre, años antes a su tía, y para quien su padre era un extraño presidiario, con un hermano que no era, y otro al que le gustaban los hombres y la moda.
El padrón municipal escupía nombres raros, antiguos, de los que ya no se escuchaban. Y en parte a una colombiana, que sabía muy bien lo que hacía, ganándose la vida, guardando silencio, como todos.
Suellacabras daba pavor cuando el amor verdadero llevaba razón. En eso no eran tan distintos, sí atrevidos, donde también era imposible no sentirse alienado por las tecnologías y por la mala leche de algunos paisanos.
España les era eso: Europa. Ellos eran israelitas. Manejando la gestión de las expectativas como si nada, como si nadie, como si todo. Acompañada de un eco añil y murmullos de pájaros que vagabundeaban en los caminos tristes de Suellacabras hacia su ermita, cruzando la espesura, uncida, en la ofrenda del quemarse y el pisar la hojarasca, que también sonaba lo suyo, hojas desangeladas y rotas a expensas de la ausencia y el tiempo. Y ramas sinuosas de espino. Resplandor que anduvo hasta que se anudó casi que del todo la soledad y la muerte bajo el sol de un modo imperceptible, lacerados sus labios como si ya le hubiese llegado el otoño.
Pastorear, lo hacían. Mejor eso, que en Suellacabras ya tenían bastante con lo que tenían.