Sara Olmos propietaria del Gran Hotel Balneario de Santaloma, acude al despacho del detective Samuel Trusant, con el fin de que investigue las circunstancias que rodearon a la muerte de su esposo. Al mismo tiempo, y con objeto de alejar la atención de los posibles implicados en el suceso, le pide que indague sobre la veracidad de unas misteriosas apariciones que se producen en uno de los pasillos del hotel.
Por qué escribí Sombras en el balneario
Cuando estuve en el balneario de Corconte, Cantabria, mi primera impresión fue la de que el tiempo no había pasado por allí. El edificio era impresionante; en estilo románico montañés, pero lo que realmente me sedujo fue el interior con una fabulosa y bien cuidada decoración modernista.
El comedor principal, la cafetería, el salón de juegos, un salón de baile impresionante rodeado de columnas blancas... En un pasillo estaba enmarcado el menú que sirvieron el día que un alto mando alemán estuvo en las instalaciones. También había fotografías con coches de época y gente vestida a la moda de principios del siglo veinte. Cuando vi el recinto donde se encontraba la piscina de aguas termales y una fuente de donde se bebía el agua medicinal que brotaba en aquella zona me quedé fascinado y enamorado inmediatamente de aquel lugar.
Después de unos meses, decidí pasar un fin de semana con la pareja que tenía por entonces. Tuvimos la suerte de que nos dieron una habitación de las pocas que tenían balcón. Estaba en un lateral del edificio y hacía esquina con la fachada que daba al embalse disfrutando de una visión parcial de él. Recuerdo que en el anochecer de aquel día llovió y el techo del balcón nos permitió salir y observar un potrillo que se acercó hasta las instalaciones del hotel campando tranquilamente a sus anchas.
Todo era hermoso y había mucha paz. Enseguida se me disparó la imaginación. Tomé buena nota mental de todo el edificio y sus dependencias. En el comedor, al que se acudía al toque de una campana que había en recepción, estaban las mesas puestas con mucho detalle, la comida era abundante y estaba muy bien presentada. Las camareras iban con uniforme y el servicio fluía con agilidad. Como anécdota, en una mesa, al fondo, había un sacerdote que llamó a una de las camareras con una campañilla. A ella no le debió de hacer mucha gracia, pues al mirar hacia él cambió su gesto por uno menos amable.
En el pasillo que unía el hotel con la zona de aguas termales había una capilla. Ante la presencia del sacerdote, parecía evidente que aún se daban misas en ella. Una de las cosas que también me llamó la atención fue que la mayoría de los huéspedes fueran gente mayor. Creo que aquella noche, mi pareja y yo, éramos los más jóvenes, a excepción de alguna de las camareras.
Sacamos muchas fotos. Curiosamente en algunas de ellas aparecían de esas esferas flotantes que llaman vórtices energéticos y que algunos piensan que se trata de manifestaciones de los espíritus. Hasta eso se confabuló para que poco a poco me fuera surgiendo la trama. Se me ocurrió que podría tratarse de una investigación por parte de un detective en relación con algún suceso trágico que hubiera ocurrido allí y que además, se manifestara algún fenómeno extraño que tuviera intrigado a los dueños, al personal y los huéspedes del hotel.
Pasaron algunos meses hasta que visualicé toda la estructura de la novela. Veía a los personajes tomando vida propia y moviéndose por el balneario como si los hubiera visto de verdad, en carne y hueso, durante aquel fin de semana que estuve allí. Poco a poco se fueron mostrando en mi imaginación los dueños del balneario, las difíciles relaciones que mantenían entre ellos, las apariciones en el pasillo que conducía hasta la zona del spa y el detective Samuel Trusant. También imaginé unos pasadizos que no me extrañaría que existieran; aunque solo fue