"Simón, el mago samaritano, fue el primer ministro de las malvadas prácticas del demonio que surgió. Quien habiendo llegado a la cumbre de la brujería, al principio convenció a muchos, por los hechos asombrosos que realizó, de asistir a su escuela y llamarlo persona de poderes divinos." - Teodoretus, Hæreticarum Fabularum Compendium
Aparece una sola vez en el Nuevo Testamento, mencionado sólo de pasada en el libro de los Hechos de los Apóstoles; apenas unos versículos en el canon, pero para la Iglesia primitiva Simón Mago fue su más formidable antagonista, un enemigo de proporciones tan colosales que mereció ser llamado "padre de todas las herejías." Su única mención en la Biblia ocurre al principio del segundo volumen de Lucas, un pequeño altercado con San Pedro que tuvo una feliz resolución. Ninguna otra cosa sobre el mago de Samaria que se hacía llamar a sí mismo Gran Poder pudo colarse a las escrituras aprobadas. Pero a diferencia de muchos otros personajes que una vez cerrada la Biblia desaparecieron para nunca más ser mencionados por las fuentes antiguas -Pilatos es el ejemplo típico- Simón Mago sobrevivió en los tratados contra las herejías y en la leyenda popular para convertirse en el más grande apóstata de todos los tiempos, el mal personificado, un hechicero responsable de la mayor corrupción en la Iglesia, una suerte de demonio con poderes tan espectaculares que, de acuerdo al libro apócrifo Pasión de San Pedro y San Pablo, fue necesaria la oración de los dos pilares de la cristiandad -es decir, la Iglesia toda-, postrados de rodillas ante Dios, para derrotarlo, pues Simón era asistido por demonios. Fue sin duda el exorcismo más espectacular de todos los tiempos.
Éste no fue, sin embargo, el final de Simón Mago. Después de los primeros tres o cuatro siglos de la Iglesia primitiva, cuando todos los teólogos de la antigüedad le dedicaron páginas enteras para desaprobarlo y refutar sus doctrinas -las que con frecuencia ni siquiera mencionan- su figura y su leyenda continuaron creciendo. Todavía en la Edad Media circulaban relatos sobre su vida, como compañero del profeta Mahoma; socio de un poderoso druida de Irlanda llamado Mug Ruith, culpable de que una maldición cayera sobre los irlandeses; e imágenes de cómo sufría por toda la eternidad en el infierno, enterrado boca abajo, con las piernas de fuera. A pesar de que en la Biblia no se narra la confrontación final en Roma entre los apóstoles y Simón Mago, que volaba sobre la ciudad eterna sostenido por demonios, el momento climático de la batalla fue plasmado en innumerables obras de arte, lo que indica que el episodio era bien conocido y prácticamente gozaba de estatus canónico. Numerosas ilustraciones en antiguos tomos, pinturas y relieves se pueden ver en las iglesias del Viejo Mundo; incluso una de ellas, con una mancha en el piso, presume ser el lugar exacto sobre el que este poderoso mago se desplomó a su muerte y encontró su final.
Si algo llama la atención sobre Simón Mago en lo que puede leerse sobre él en las fuentes antiguas, es la virulencia -rayando en temor- con la que los Padres de la Iglesia se refieren a él. No sobreviven sus doctrinas, ni los tratados de sus seguidores, si los hubo; lo poco que sabemos sobre él es porque Orígenes, Ireneo, Eusebio y otros citan sus enseñanzas, para ridiculizarlas, o para filtrar crímenes innombrables y acusarlo de toda clase de perversiones morales. Esta unanimidad en tratar de pintar a Simón Mago con los colores más oscuros posibles es justamente lo que lleva a preguntarse qué era exactamente lo que estaban atacando los heresiologistas cristianos, y qué había realmente del otro lado, el que ya no podemos escuchar; preguntarse qué responderían sus seguidores ante aquellos epítetos, y sobre todo, imaginar qué figura formidable pudo haber provocado tal repulsión a los viejos teólogos. Posiblemente el Simón histórico podría ofrecernos