Momentorum. Memorias del caos.
Fue hace varios años, en uno de esos barrios civilizados de Nápoles, en mitad de una tarde de esas que producen la calidad y el olor de los primeros días de luz de la primavera, cuando me empeñé en las vidas pretéritas de aquellos que habitaron esas calles que ahora soportan turistas.
En una almoneda llena de todo tipo de impresiones gráficas chabacanas, y que hasta hace bien poco tiempo, por el olor, bien debió de ser una galante librería, me dedicaba a violentar una caja anónima de memorias acartonadas en un preciosista blanco y negro; de esas que son capaces de adaptarse a las personas que sobre ellas están grafiadas, envolviéndolas de eternidad.
Lo que en esa caja encontré atrapó mi atención durante una buena cantidad de tiempo, y tan intensamente que hizo plantearme mi propio trabajo como fotógrafo.
Ya, en varias ocasiones, había estado ante ese tipo de engendros fotográficos, pero este era diferente: muchas de aquellas imágenes coincidían de una u otra forma en personajes, lugares y eventos -cosa poco habitual-; y de repente ese hilo argumental se cortaba y aparecía uno diferente, protagonizado por otras personas, habitando los tiempos del siglo pasado en entornos tan dispares como Palermo o la Indochina francesa. Estos anacronismos sepias de cantos radios te inventaban su naufragio, sufrido tras una larga travesía por un tiempo horquillado entre la obturación que creó la más antigua de aquellas fotografías, y el momento en el que liberé de la oscuridad cualquiera de ellas tras quitarle el peso del resto.
De cuando en cuando recuerdo con crueldad todas las fotografías que he perdido a lo largo de cuarenta años obturando una cámara. Perdí dos álbumes fotográficos en los que tenía atesorados la cara de un amor juvenil y la pena de su marcha, una guerra de espadas, el hallazgo de un tesoro, las secretas incursiones nocturnas a la discoteca, ese viaje a Milán y su ensalada de apio y parmesano. Y con las nuevas tecnologías la cosa no mejoró. Hace poco más de un lustro feneció uno de mis discos duros, súbitamente, sin posibilidad de reanimación, llevándose al más allá la imagen con la que gané el octavo premio de un concurso, mi primera fotografía publicada, mi primer trabajo fuera del país y mi primera portada de libro. Da igual el tipo de contenedor, no hay material de soporte que pueda sobrevivir al descuido o la estupidez humana; o simplemente al espantoso destino. Perder una fotografía es una lástima, perder un compilado es una terrible tragedia, sublimada si además esas imágenes encajan en nuestra historia vital. Me daría por contento si pudiese recuperar solamente tres o cuatro decenas de ellas. Es este deseo el que me lleva a reflexionar ante las sensaciones que en nosotros provocan las fotografías.
La fotografía es mi útil para definir sentimientos que no puedo rodear con la palabra. Son marcos que narran e incitan a la añoranza, nostalgia, melancolía, esperanza o deseo; emociones que desembocan en una suerte de terrible alegría. Somos, por naturaleza, coleccionistas de estos instantes fugaces, que, a modo de salvoconducto hacia el pasado, valida al espectador para ejercer de vuager o vouageur curioso, convirtiendo lo efímero de ese instante en un conato de eternidad. Y a esa pócima sensorial le llamamos recuerdo.
Fotografiar es honrar esas etapas, esos momentos y personas de las que nuestro camino está plagado. Seleccionarlos los ensalza, y atesorarlos, aunque sea modestamente entre solapas de cartón, los honra. Su apertura, cual caja de Pandora, es parte de un ritual de ambiente romántico en el que se invocan los espíritus de estos personajes, y en el que a través de la sumisión y masoquista por lo pasado tomamos conciencia de nuestra propia mortalidad, invitándonos a algo parecido a visitar un cementerio.
― Álvaro Germán Vilela.