About the Book
Desde mi adolescencia existe una realidad que ha estado asechando mi vida y la de otros chicos como yo, desde que salió a la palestra pública, después de su fatal descubrimiento. Nunca había tenido la oportunidad de enfrentarme cara a cara a ese peligro, hasta que lo conocí a él. Él era el peligro, ambos lo intuíamos; y desde que posó, en los míos, sus labios, todo fue mejor o peor, pero nada volvió a ser como antes y una embargadora confusión me arrebató para siempre el sosiego, porque hay breves momentos, chispazos apenas de la existencia, que marcan un antes y un después, puntos de referencia que solo sirven para definir inicios y finales, son escalones para el recuerdo, pero la vida no la diseñamos a nuestro deseo, pasa, y todo lo demás es consecuencia. Estaba hermoso esa madrugada, acabado de levantar y con rostro soñoliento pero excitante, su mediana estatura armonizaba con el toque de sus movimientos viriles, algo forzados quizás por el nerviosismo de tenerme cerca o porque deseaba introducirse con claridad, marcando las pautas de su futura actitud sexual. El torso bien parecía tallado, el rasurado dibujaba mejor cada línea, cada detalle, la firmeza de los músculos colocados en orden y volumen perfectos, ningún exceso, todo justo, todo armonía, nada sobraba, ni faltaba tampoco. Creo que mis pupilas delataban por sí solas que lo absorbían a plenitud y él se sabía de alguna manera irresistible, casi desnudo, invitándome a la cama, en carnal incitación. Mis nervios crispados, la sangre agolpándose toda en mi cabeza, un llamado ancestral de la especie en el celo más animal y voluptuoso, donde no se piensa, solo se actúa, y los instintos gobiernan, mandan, y nos convierten en autómatas, irremediables víctimas de nuestros apetitos. Me tomé un café cubano bien cargado, por sorbos pequeños, intentaba dilatar el tiempo, prolongar los minutos para que nunca llegara el momento que tanto deseábamos. Me miró con osadía, directa la mirada, incitante, en tácito juego de ver quien resiste más, la situación se tornaba más fogosa a cada instante. Sus ojos brillaban relucientes como los de un lobo en función de su próxima víctima. Yo movía los pies en un ajetreo incontrolado, aparentando estar congelado por el invierno de enero; mas el momento llegaba y era curioso que a pesar de saber que no tenía armas para luchar contra él, estaba a tiempo de escapar aún de sus garras. No podía, ya todo esfuerzo en ese sentido sería en vano, sus ojos me habían hipnotizado y la boca ávida y diestra me rendía a mordiscos, en los segundos decisivos, la nota final la dio la erección perfecta, el falo desafiante como mástil erguido era el gran trofeo y me turbaban sus pequeños movimientos y contracciones, el rojizo capullo que le coronaba invitaba al desenlace irremediable, donde todo camino conduciría a él. No hubo más resistencia, terminé en sus brazos, todavía estaba a tiempo de huir, pero pudo más el instinto, se obnubiló la razón, me envenenaba de una irremediable dulzura, a sabiendas que lo extraordinario del momento también podría traerme como consecuencias enfrentarme a una realidad que cambiaría mi vida para siempre.