La cosa empezó así. Yo nunca había dicho nada. Nada. Fue Arthur Gánate quien me hizo hablar. Arthur, un compañero, estudiante de medicina como yo. Resulta que nos encontramos en la Place Clichy. Después de comer. Quería hablarme. Lo escuché. «¡No nos quedemos fuera! -me dijo-. ¡Vamos adentro!» Y fui y entré con él. «¡Esta terraza está como para freír huevos! ¡Ven por aquí!», comenzó. Entonces advertimos también que no había nadie en las calles, por el calor; ni un coche, nada. Cuando hace mucho frío, tampoco; no ves a nadie en las calles; pero, si fue él mismo, ahora que recuerdo, quien me dijo, hablando de eso: «La gente de París parece estar siempre ocupada, pero, en realidad, se pasean de la mañana a la noche; la prueba es que, cuando no hace bueno para pasear, demasiado frío o demasiado calor, desaparecen. Están todos dentro, tomando cafés con leche o cañas de cerveza. ¡Ya ves! ¡El siglo de la velocidad!, dicen. Pero, ¿dónde? ¡Todo cambia, que es una barbaridad!, según cuentan. ¿Cómo así? Nada ha cambiado, la verdad. Siguen admirándose y se acabó. Y tampoco eso es nuevo.
¡Algunas palabras, no muchas, han cambiado! Dos o tres aquí y allá, insignificantes...» Conque, muy orgullosos de haber señalado verdades tan oportunas, nos quedamos allí sentados, mirando, arrobados, a las damas del café.
Después salió a relucir en la conversación el presidente Poincaré, que, justo aquella mañana, iba a inaugurar una exposición canina, y, después, burla burlando, salió también Le Temps, donde lo habíamos leído. «¡Hombre, Le Temps ¡Ése es un señor periódico! -dijo Arthur Gánate para pincharme-. ¡No tiene igual para defender a la raza francesa!»