Si podréis disponer del tiempo necesario para leer este fragmento no os resistiréis a la tentación de sentiros atraídos por esta impactante obra que pertenece al ciclo de la novela psicológica: La agonía del crepúsculo había llegado, y Lugo se desplazaba en pos de su funesto objetivo. Él se hallaba contiguo a la casa de su hermano, pero un pavor extenso le poseía, producto del vértigo que acompaña a los criminales principiantes. Su voluntad, cohibida por la indecisión, no imperaba sobre sus voliciones. Lugo fue incapaz de desplazarse hacia el umbral de la casa; sus pasos se dirigieron, precipitados, hacia la cobija de su hogar. En la gran sala de la residencia, su nociva mujer le esperaba ansiosa. Lugo franqueó el dintel de la casa y fue inmediatamente interrogado por Aurelia. -¿Lo hiciste? -le expresó, encadenando con sus brazos la profusa cabellera de aquel hombre vulnerado-. ¿Ejecutaste la obra de Dios? ¡Oh, mi amado, eres un héroe! La cortesana se proponía ejercer la colisión de un beso sobre los labios de su esposo. -No pude matarlo -le respondió Lugo, sumergido en una tristeza descomunal. Su avasalladora le negó el sortilegio de su ósculo y lo rechazó violentamente. -¡Eres un cobarde! -le dijo; y luego, empuñando un libro que se hallaba sobre uno de los muebles, le afirmó a su pusilánime consorte, con ira flamante-: ¡Mira! ¡Este es un ejemplar de los tantos que escribirá tu hermano! Ella se refería a una nueva obra escrita por Ramiro. Aurelia prosiguió hablando, eclipsando un poco su fulgor irascible. -¿Quieres enterarte de lo que dice? Escucha lo que afirma en este párrafo: "La cobardía es el único lazo que une al hombre con los dioses". ¿Es que acaso tú no eres consciente de las blasfemias de tu hermano? Aurelia había admitido en su abismo tenebroso la veracidad de aquella expresión; ella reconocía esta cobardía en su madre, quien, influenciada por un perverso sacerdote, le había donado su virginidad, temerosa de suscitar en su dios apócrifo sus furias fabulosas. El escrito de Ramiro era brillante para ella, pero su confesada ineptitud para ejercer la creación de maravillas semejantes propiciaba su obtusa impotencia. Aurelia despedazó el libro y lo arrojó hacia el rostro de su cónyuge. -¡Tú eres un ateo, al igual que tu hermano! -le dijo-. ¡Desde ahora estamos separados! Lugo experimentó la desesperación más desbordante que había imperado sobre su vida; él corrió enloquecido hacia donde se encontraba su esposa, se prosternó ante ella y besó sus manos con un paroxismo delirante. Este ser ya no era un hombre razonable; él era tan sólo un ilota tiranizado por su fatídica dependencia. Toda inmolación del adorador excita la altivez del ídolo. Aurelia lucía altanera y majestuosa. Su lacayo lloraba desconsoladamente. Esta debilidad imprimía en ella un sello de imperioso dominio. Mientras los sollozos arrebataban a su esposo, las súplicas emanaban de sus labios. Aurelia aprovechó su lúgubre estado para imponerle la siguiente disyuntiva: -¿Prefieres perder a la mujer que te ama o exterminar al hombre que nos mutila? Lugo irguió lentamente sus rodillas. Sus pupilas divisaron a su adorada; y esta se colmó de espanto al ver reflejada en sus ojos una expresión inhumana. El hombre sugestionado abandonó su casa, dispuesto a materializar la ideación de tan soez empresa.