Europa está ante una de las catástrofes más grandes de su historia. Pero las personas que se dan cuenta del tsunami que se llevará por delante el viejo continente forman una pequeña minoría. La mayor parte de las personas no tienen ni idea los que les va a venir encima. O tal vez prefieren ignorarlo.
Hace diez años me pidieron por primera vez hablar en una ponencia pública sobre la crisis en Europa y sus causas. Esto ocurrió cinco años después de aquel otoño caliente que llevó a la quiebra de Lehmann Brothers y casi al colapso del sistema bancario mundial. De aquella ponencia de 50 minutos finalmente salió un libro con el título Crisis - Europa en la encrucijada.
Infelizmente, muchos de los problemas que se vislumbraban en aquellos años ya se han hecho una realidad. Europa ha tomado la decisión en aquella encrucijada: tomó el camino de la autodestrucción. No es la primera vez que un espacio cultural, un imperio o una nación se autodestruye por decisión propia. Sin embargo, es la primera vez que esto ocurre con la aprobación de los votantes. Con una precisión que asombra, siempre votan por aquellos partidos que prometen una política que menos les conviene a los votantes.
Particularmente en la Unión Europea presenciamos con asombro como un pequeño grupo de burócratas tiene secuestrado a 450 millones de personas y les impone medidas con la ayuda de un parlamento que ni siquiera se vota con el principio de la igualdad de votos.
Los profetas del AT y también el NT, particularmente su último libro, nos enseñan que los acontecimientos aquí en la tierra obedecen a acciones directas de parte de Dios. Y estas acciones van en función de la obediencia y desobediencia de los pueblos respecto a los mandamientos de Dios. No se puede desafiar a Dios de forma impune. Las consecuencias no deben de ser relegadas al juicio al final de los tiempos, sino que tiene consecuencias concretas en la historia.
Por esta razón, me atrevo a llamar esta crisis y la hecatombe que de ella resulta un juicio de Dios. Las razones que me han llevado a esta conclusión las expondré en los siguientes capítulos.
Infelizmente, me parece que la actitud de la mayoría de los ciudadanos de la UE -y lo que es aún más lamentable: de los cristianos- ante la paulatina y constante intromisión de nuestros gobiernos se define con una palabra: indiferencia. Hoy en día nos hemos acostumbrado a reglas y normas que hace una generación hubiesen sido rechazados por la inmensa mayoría de los ciudadanos y particularmente por los creyentes. Por lo tanto, no nos extraña que el título del libro que salió en Alemania sobre el tema: El silencio de los esclavos felices