Si el autor ha creado obras maestras transmutándonos en oscurandantes, en el poemario en sus manos, la luz es el centro no solo de nuestra pupila, sino del universo posible a partir de, incluso, único verso. Nietzsche nos dijo que un verso nos da más entendimiento que un compendio filosófico, y el presente libro ha insertado en cada verso una concentración de energía pronto a detonar una imborrable impresionabilidad -impronta- en nosotros. La mayoría olvidamos de dónde y de quién leímos lo impregnado en nuestra memoria: el poemario en sus manos es imposible de dejarse en el anaquel de los objetos que suponemos no volver a ver. Lo extraordinario es el poder sugestivo de los versos que adquirirán otra dimensión en nuestra impresionabilidad. Suponemos estar conscientes a toda hora, pero es lo menos expresable entre tanta actividad diaria. Señalamos o indicamos, pero jamás nos concientizamos de eso señalado, pues sería caer en un estado profundo de representación poética, a veces onírica. No hay tiempo para ello. Pero la vida se nos irá entre rutinas y banalidades y llegará el día forzado de las reminiscencias y nos invadirá la nostalgia de lo irretornable. No hay nadie más a la hora de versificarse en nuestro interior y, sin embargo, es imposible escribir nada más de uno mismo. Es el otro, la otra, los demás, quienes nos dan la vitalidad no solo creativa sino de ánimo para vivir. Y un verso nos lo sensibiliza y provoca indagar más de uno mismo, de ellos. La trasposición simbólica que ejecuta con maestría Gerardo Brauer en sus versos nos lleva de una orilla a otra inimaginada. Y si pretendemos saber de la naturaleza de la creación poética, el libro en sus manos es el indicado. Somos efímeros; quién no lo sabe, pero cuántos se lo preguntan constantemente: hacerlo no es temer lo inminente ni a la muerte, sino intensificar la vida, por efímera. Un verso es eterno mientras reine la conciencia creativa. Ya la salud de la psique no depende del abasto material o la realización individual, sino que le dotemos de significado. El poemario profundiza en lo insondable de la memoria, y es a través de la virtud de la luz, que no es sólo fotones, sino que nos dota de la capacidad de vislumbrar, no ver. Así estaremos alimentando la memoria que nos sostendrá a partir de mañana y siempre. Seremos capaces de crear nuevos mundos en este que aparenta ser el único real. El arte en todas sus expresiones es el detonante, pero la poesía supera a las demás expresiones literarias, por ser más significante y subjetiva y permite crear todavía más mundos. Ya la memoria no será sólo sobrevivencia generacional, sino transformación de cada recuerdo hacia una constante reinvención de la identidad y la percepción diaria. Pero es necesario al poeta y su recomposición de los significados y, por lo tanto, del lenguaje mismo. La poesía nunca miente, pues no cuenta, recurre a todos los recursos poéticos para que uno mismo sepa la verdad. Desde la metáfora, la reina de la versística, hasta todo aquel tropo que nos hace posible lo imposible o dota de propiedades imposibles a lo más nimio. Lector, a partir de este libro, ya nunca más experimente con el alma, nunca maniobre con su mente, sólo piense y sienta. El poemario me hizo saber del motivante del ánimo de los que sienten la vida y la viven, de quienes piensan la vida, y la viven más intensa y sensorial como le es permitido a su capacidad de asombro. Quién puede asegurar que lo verídico sea verdad. La poesía por eso nunca dice -es tarea de la narrativa de ficción y no ficción-, sino que sugiere. Y a partir de la sugerencia poética, como predispone el autor del poemario en sus manos: sugestiona. Y la sugestión es la única capaz de crearnos una impronta: lo imborrable, lo significativo y lo trascendental. Es el fin de cada creador. Sí, lector próximo a leer uno de los mejores libros, la poesía es el extractor de nuestros más r