Hubo un tiempo de promesas, tras la derrota de los Grandes Dragones y sus lugartenientes, durante el cual el reino de Esgembrer deslumbró al resto de Ital con su vibrante resurgir.
La rica llanura aluvial regada por el Sgem, dejada obligatoriamente en barbecho durante los convulsos años precedentes, devolvió con generosidad los cuidados que entonces recuperó.
Molinos y talleres reanudaron la actividad al amparo de la prosperidad circundante.
Liberado el puerto y reactivado el comercio la flota real limpió de piratas su costa e islas cercanas.
Tal era la fama y riqueza que alcanzó su homónima capital, que arrebató a la mismísima Tantras el título de Ciudad de la Luz.
Los bardos cantaban sobre la belleza e inteligencia de su Reina, la amiga de las hadas. Los juglares alababan la rectitud y destreza marcial de su Rey, el paladín justiciero.
A su joven corte acudían los mejores de cada casa. Sus habilidades y conocimientos, sumados, a todos beneficiaban.
Parecía que tanto soles como estrellas favorecían el porvenir de la llamada Corte de la Juventud. Sin embargo, igual que toda luz arroja sombras, la riqueza despierta a la codicia y la virtud alienta envidias. Y todo este esplendor fue flor temprana que no dió fruto.
En el norte, más allá de las montañas, los ejércitos del Tirano Rojo, congregados para el largo asedio de Thyrrion, abandonaron su estandarte buscando presas más apetecibles. A ellos también había llegado la noticia de su prosperidad. Se les antojaba empresa fácil arrebatársela.
Esta es la historia del momento en que el futuro de una generación dependió de su fuerza y determinación.
Esta es una historia de valor y sacrificio.
Esta es la Batalla de los Marjales.